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Narraciones

El café de la tarde

A la memoria de mi abuelita Lala

Todas las tardes, al salir de la escuela, íbamos a casa de la abuela a esperar que papá cerrara el negocio y fuera por nosotros para llevarnos a casa.

La casa de la abuela era enorme (o al menos, eso nos parecía a nosotros): un corredor largo en la entrada, un patio grande y en el centro del patio un frondoso naranjo que por las tardes perfumaba toda la casa y nos daba sombra cuando nos sentábamos a hacer tareas o a leer cuentos. La abuelita Lala, así le decíamos de cariño, tenía además muchas plantas a las que cuidaba con dedicación. Rosas, margaritas, buganvilias, eran algunas de las flores que cultivaba. Además, había plantas medicinales: manzanilla para el dolor de estómago; jengibre para la tos; tilo para dormir mejor. Una confianzuda planta de güisquil también extendía sus ramas por el techo, por las cornisas y por donde se le antojara. La abuelita a veces ponía cara de enojada cuando descubría que habíamos cortado uno de los güsquiles tiernos, pero es que a nosotros nos encantaban los güisquiles pequeños y los usábamos para jugar a la comidita o al supermercado.

Hay cientos de recuerdos en mi memoria que tienen como escenario la casa de la abuelita Lala, pero el detalle que recuerdo con más calidez es el café de la tarde. Era casi un ritual. A las 3:30, después de hacer las tareas, la abuelita nos llevaba a la panadería de don Gilberto. El pan no estaría listo sino hasta las 4:00, pero a nosotros nos encantaba ver a don Gilberto terminar de preparar la masa para los últimos panecillos y ponerlos en el horno. Además, la abuela aprovechaba para platicar con doña Alicia, la esposa de don Gil.

Black Kettle on Grill
Fotografía por Clem Onojeghuo, de Pexels

Poco después de las 4:00 volvíamos a casa con un canasto de pan calientito, y la abuelita preparaba el agua para el café en una jarrilla gris que había pertenecido a la bisabuela. A veces, calentaba el agua en la estufa, pero otras veces, cuando habían quedado brasas de algún asado del almuerzo, avivaba el fuego y calentaba el agua a las brasas. Para nosotros era un espectáculo ver las brasas volver a tomar sus tonos anaranjados, como pequeños dragones que despertaban de su siesta vespertina. La abuelita solo nos permitía ver desde lejos cómo avivaba el fuego con su soplador de petate y cómo por aquí y por allá saltaba alguna chispa que indicaba que el calor ya era suficiente para el agua del café.

Como nosotros éramos pequeños, no se nos permitía beber el café puro. Así que la abuela nos preparaba leche caliente y la mezclaba con un chorrito de café. Ella se servía una taza de un café de aroma delicioso.

Para acompañar el café, la abuelita Lala preparaba unos sabrosos panes con queso o con mantequilla y los colocaba en una canasta pequeña, junto a los panes dulces que habíamos comprado donde don Gil.

La mesa en donde tomábamos el café estaba cerca de una ventana que daba al patio. Así que mientras refaccionábamos veíamos cómo las plantas del jardín cerraban sus hojas al atardecer y el naranjo parecía callar a todas las demás plantas con el sonido de sus hojas al viento «shhhh… shhhh». La abuelita Lala decía que las plantas se «iban a dormir» y que por eso cerraban sus hojas. A veces decía: «Vamos a contarles un cuento a las plantas para que duerman», y nos contaba las historias más increíbles que podían existir.

Ceramic cup with black frothy coffee
Fotografía de samer daboul, de Pexels

La mezcla del olor del café con el aroma de las plantas al atardecer, el canto de los pájaros que competían para acomodarse en las ramas del naranjo, lo cálido de la leche con un ligero sabor a café, la dulce voz de la abuela contándonos historias fantásticas, las tazas de porcelana decoradas con flores, el mantel a cuadros y las servilletas bordadas forman parte de uno de los recuerdos que más atesoro de mi infancia: el café de la tarde en casa de la abuelita Lala.