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Narraciones

Primero lo primero

Hoy que mi memoria ha comenzado a olvidar y a recordar episodios antojadizamente, vuelve con frecuencia a mis recuerdos Ricardo: con sus pantalonetas hasta las rodillas y sus piernas delgaditas, sus calcetines blancos, su pelo bien peinado y sus ojos grandes y brillantes. La verdad es que parecía un niño de esos ricachones y consentidos que no se juntan con los otros chicos del vecindario para no ensuciar su «ropita nueva», pero lo que me agradaba de Ricardo era que yo sabía que no era cierto. Aunque su madre se esmerara en que siempre luciera impecable, en el momento que podía se detenía a jugar con los niños de la cuadra o se iba a hacer senderismo al barranco que colindaba con su barrio. También se le veía subido en los árboles cortando mangos, metido en los matorrales rescatando pelotas, jugando bajo la lluvia con una botella de plástico en lugar de balón de futbol o saltando en los charcos de camino a casa. Parecía como si su tarea principal fuera fastidiar a su madre con su apariencia desaliñada.

—Va a decir la gente que yo no te lavo la ropa, que yo no te arreglo o que no te enseño a comportarte —eran los reclamos de la madre, que para un niño de nueve años, no tenían sentido en absoluto.

Cuando se ve en perspectiva, esos reclamos eran injustos, pues el pobre Ricardo se sentía culpable por haberse divertido saltando en los charcos, por haberse manchado la camisa comiéndose los mangos que había cortado o por haber roto su pantalón al atajar de manera épica aquel penal. El chico, que no había vivido ni una década, tenía que debatirse entre la diversión absoluta (y de paso la admiración de sus camaradas) y la complacencia de su madre. Afortunadamente, la mayor parte de veces sabía elegir y por ello, me resultaba tan simpático.

Esa tarde, después de entretenerse persiguiendo a un gato que parecía tener algún problema para caminar, llegó a casa… algunos minutos tarde, por supuesto.

Luego de los habituales «pero qué sucio estás» y «qué barbaridad» de su madre, el chico se fue a lavar las manos y la cara y se preparó para almorzar: albóndigas con arroz. No es que la madre del chico fuera una mala cocinera, pero las albóndigas nunca pueden verse apetecibles. Además, Ricardo se había peleado hacía años con el arroz y aunque se lo había notificado a su madre en innumerables ocasiones, la madre parecía insistir en que solventaran sus diferencias, pues por lo menos dos veces a la semana, procuraba que se encontraran en la mesa.

—Quizás si se me caen algunos arroces… —pensaba Ricardo cada vez que su madre lo torturaba con ellos, pero debía cuidar de que no fueran muchos, si no ella le serviría una nueva porción.

Luego de los casi cuarenta y cinco minutos que duraba la agonía de ingerir el arroz y de una que otra queja que su madre ignoraba, era el momento de hacer tareas. (Algo que el chico odiaba mucho más que comer arroz… Es más hubiera preferido comerse dos porciones de arroz a tener que hacer tareas).

Algunos chicos del vecindario jugaban afuera y desde el triste escritorio, Ricardo los podía escuchar reír y gritar. A veces se tapaba los oídos para evitar que sus piernas delgaditas quisieran salir corriendo a jugar con sus amigos. Otras veces, le decía a su madre que no tenía tareas que hacer, que había perdido la libreta de apuntes o que no había llevado su cuaderno para evadir las asignaciones escolares y salir a divertirse, pero su madre había aprendido a responder a cada una de sus excusas.

Ese día, la asignación era de Estudios Sociales: «Copia en tu cuaderno el contenido de la página 65. Luego, haz una ilustración».

—¿Por qué tenemos que copiar lo que está en el libro, si ya está allí? —dijo Ricardo con su carita arrugada, mientras su madre abría el libro en la página indicada.

Es curioso como Ricardo, siendo un niño pequeño, haya tenido un pensamiento tan lúcido que parecía ajeno a su maestra, que, por lo menos, le triplicaba la edad.

La madre lo dejó instalado en el escritorio: con el libro y el cuaderno abiertos, el estuche de lápices preparado, la mina del lápiz afilada y él bien sentado. Había que admitir que la mujer era muy dedicada y que se esmeraba en que el rendimiento de su hijo mejorara. Había probado de todo: le había puesto música instrumental para que trabajara, pero el chico había terminado investigando quién era Johann Sebastian Bach y qué características tenía la música barroca; le había instalado un escritorio en el jardín para los días de verano, pero un grupo de hormigas había llevado al chico a indagar en la anatomía de estos insectos y a descubrir el concepto de marabunta; le colocó el escritorio en una habitación silenciosa y bien iluminada, pero un pisapapeles que hizo las veces de prisma en una tarde soleada, llevó al chico a querer estudiar óptica. Ahora, el escritorio se encontraba en el que había sido el estudio del abuelo. Allí solo había unos libros viejos y seguramente no habría nada que distrajera al chico. ¡Qué optimista era la madre!

—Qué aburrido —dijo Ricardo en cuanto la madre se fue —debería existir una máquina que le tomara una foto a lo que dice el libro y que luego lo escribiera automáticamente en el cuaderno. Si las fotos existen de hace como cien años… o más.

En ese momento, el rostro de Ricardo se iluminó con esa chispa de curiosidad que, si cualquiera supiera reconocer y encaminar, descubriría al geniecillo que tenían en frente.

Rápidamente puso sus piernas delgaditas en movimiento y, con la agilidad de quien lo ha hecho todo el tiempo, trepó los estantes de la antigua librera, hasta llegar a un libro que él mismo parecía haber ocultado hacía algunos días. Quizás porque quería evitar que su madre se lo llevara al descubrir que a causa de ese libro malévolo, el chico no hacía las tareas escolares.

«Diccionario enciclopédico universal» se leía en la tapa de la edición que alguna vez fue de lujo, pero que de su pasada gloria solo conservaba las letras doradas.

—Forajido… fórceps… fortaleza… —murmuraba Ricardo, hasta que dio con lo que buscaba— ¡fotografía! aquí está: «arte y técnica de obtener imágenes debido a los efectos de la luz. Del griego phos, “luz” y graf, “escribir”. ¡Qué genial! Escribir con luz.

Ricardo continuó leyendo durante algunos minutos acerca de historia de la fotografía y se impresionó mucho al descubrir la antigüedad de la técnica. Para ilustrar el concepto de fotografía, la enciclopedia contenía la reproducción de una fotografía de la Primera Guerra Mundial. Se trataba de un piloto junto a su aeronave e indicaba el año 1915.

Esto llevó a Ricardo a querer saber quién había inventado los aviones y qué tan antiguos eran. Le parecieron graciosas las fotografías de los primeros aviones, le pareció muy interesante el funcionamiento de las primeras aeronaves y por un momento deseó poder volar, tener un avión o un helicóptero que lo llevaran en un santiamén a la escuela… y entonces recordó la tarea.

Involuntariamente (o quizás como una clarísima manifestación del subconsciente) había cerrado el libro y el cuaderno de Sociales. Así que había que buscar de nuevo la página 65.

Comenzó a hojear el libro con desgano, pero pronto encontraría una ilustración que iluminaría nuevamente su rostro. Se trataba de una estela de piedra en la que se representaban los números mayas. El título de la página era «Mesoamérica». A Ricardo le pareció fascinante que los mayas hayan desarrollado un sistema de numeración utilizando solo tres símbolos, así que olvidándose nuevamente de la asignación (que se encontraba solo algunas páginas más adelante) comenzó a leer y a tratar de descifrar ese complejo acertijo.

Siempre que estaba intrigado por algo, se le hacían unas arrugas en la frente. Se llevaba la mano a la barbilla y hacía reposar su dedo contra los dientes superiores.

Las arrugas se hacían cada vez más pronunciadas porque pese a que ya había comenzado a hacer algunos intentos de escribir cifras en números mayas, no le quedaba claro por qué el veinte se representaba con un punto y una concha. Pensó que quizás la clave estaba en la palabra vigesimal, que no comprendía para nada. Así que tomó de nuevo la enciclopedia para buscar ese término.

Estaba tan concentrado en su nueva búsqueda que no escuchó a su madre aproximarse, por lo que dio un gran brinco cuando escuchó su voz justo a su lado.

—Ricardo, es una barbaridad. Llevas más de una hora aquí y no has escrito ni el título de la tarea.

Al ver el susto en la cara del pequeño, la madre suavizó un poco la voz:

—Tienes que hacer las tareas, hijo. Si la maestra te las deja es para que aprendas… ¿o te quieres quedar tonto?

—No, mamá —respondió el chico incorporándose en la silla y tomando nuevamente su lápiz para comenzar con su tarea.

«Página 65: La tolerancia en la familia».