Sobre la novela Trece, de Rafael Menjívar Ochoa
Trece, una novela del escritor salvadoreño Rafael Menjívar Ochoa, fue publicada por primera vez en el año 2003 por el Instituto Mexiquense de Cultura, tres años después, en 2006, fue traducida al francés por Thiery Davo bajo el título Treíse. En 2008 se realizó una segunda edición en español, por parte de FyG editores en Guatemala.
Argumento
Un hombre, que a través de toda la historia permanecerá en el anonimato, toma la decisión de suicidarse en un plazo de trece días. La novela está planteada como un diario personal en el que el protagonista comparte las memorias de sus últimos días. Estos recuerdos van desde una bitácora de los eventos que ocurren durante los trece días antes de ponerle fin a su vida, hasta recuerdos de infancia que son evocados en busca de justificación para el acto suicida.
La muerte en Trece, de Rafael Menjívar
«No existe nada más humano que la búsqueda de la muerte» afirma el protagonista de Trece cuando comienza a construir su argumentación para justificar su afán suicida. Esto lo sentencia como una evidente verdad que se respalda en argumentos que comparan al ser humano con animales «irracionales» quienes no buscan darles fin a sus vidas «un animal no diría ni en broma, ‘me quiero morir’». Esta afirmación, aunque verdadera, no deja de estar cargada del sarcasmo característico de esta novela.
En Trece, la ironía es recurrente: lo grotesco, lo inusual, lo sórdido y lo inaudito se perciben como la norma. La violencia intrafamiliar, el abuso infantil, el asesinato, el suicido, la muerte son cuestiones que se presentan como parte de la cotidianidad y que son abordadas por Menjívar con naturalidad y desenfado. Esto ha causado que la novela sea percibida como un crudo análisis de la realidad y que Menjívar sea considerado como parte de la Generación del Desencanto.
Una madre neurótica que maltrata a sus hijos por no contar con la madurez necesaria para criarlos, un joven homosexual que se aprovecha de su posición aventajada para abusar de un infante, un padre ausente, un muchacho que bajo los efectos del alcohol y en posesión de un arma sale a segar vidas sin importar el valor de los seres humanos ni las consecuencias del asesinato, una persona que sin razón aparente, decide ponerle fin a su vida: todas estas son cuestiones que en esta novela se convierten en ramificaciones de una columna vertebral, de una sombra que se pasea como fantasma a lo largo de sus páginas, de un manto bajo el que se oculta una maraña de acciones que siempre conducen a eso mismo, a la muerte.
¿Qué es la muerte? ¿Se necesitan motivos para morir? ¿Los existen para vivir? Ese es el tipo de interrogantes que de manera tácita son planteadas, pero por supuesto no son resueltas por Menjívar. Darles respuesta a estas preguntas tan profundas y tan íntimas sería un abuso a la intimidad del lector. Este debe interiorizar, reflexionar sobre estas cuestiones, encontrar su postura, formarse una opinión, tomar un bando, estar de acuerdo o en desacuerdo con el personaje quien ve la muerte como la libertad de una prisión humana, como algo irracional, pero necesario, como algo que debe hacerse porque ya no queda más por hacer. Sea cual sea la postura del lector, de algo se tiene certeza, no puede mantenerse neutral, no puede permanecer indiferente ante esta dicotomía de vida y muerte porque Menjívar apela a su razón, a su emotividad, a su intelecto, a sus creencias, a su religiosidad, a su vida misma, para moverlo y hacerlo partidario de la vida o de la muerte.
«Escribí Dios porque es lo que se espera: que haya un motivo irracional (…) para que mi muerte sea comprensible»
Racionalidad e irracionalidad son dos fuerzas que tratan de explicar la muerte en esta obra. ¿Es morir un acto de razón o un acto de fe irracional? No existen argumentos para justificar la muerte, no existe motivo para desearla, sólo existe el deseo de morir, simplemente porque su opuesto, el deseo de vivir, dejó de existir. Pareciera entablarse una lucha dialéctica, prevalece la muerte sobre la vida, pero la vida se aferra a ella misma a través de la muerte. Razón y sinrazón, lógica y Dios, «el deseo de morir es absurdo: es humano»¿Cómo se justifica el deseo de muerte? ¿Necesita ser justificado? «Si uno busca una justificación se da cuenta que haber nacido no es suficiente y que sin embargo no hay una razón que valga más». Solo quien está vivo, tiene derecho de morir.
No habría por qué justificar un acto de plena libertad. Hacerse cargo de su propia muerte es arrebatar el poder al azar. Solo el hombre, cuya racionalidad lo hace «superior» al resto de la creación tiene el poder suficiente para vencer al azar a través del suicidio. La muerte libera, desnuda, humaniza, sensibiliza, hermana, hace cómplice. El protagonista, quien pareciera ver con una naturalidad que raya en desprecio a la muerte, llora al verse acechado por ella, aunque él mismo se haya colocado en este acecho. Aunque sea él mismo quien acecha a la muerte.
«Lo que me pasa no tiene solución, porque no me pasa nada». Ese es el motivo de nuestro protagonista para buscar a la muerte. Hay quienes se aferran a la vida, pese a los problemas, las enfermedades, la vejez o las dificultades, porque tienen motivos para vivir, porque «vale más estar sumergido en esta angustia que no estar» (o quizás porque nunca se han cuestionado acerca del propósito de su existencia). Sin embargo, lo trágico, lo irreversible, lo insolucionable ocurre cuando todo deja de ocurrir, cuando se dejan de tener deseos, ansias, motivos, anhelos para vivir, cuando el único deseo que persiste es el de morir.
Cuando se tiene la certeza de la muerte, nada más importa. Por ello el protagonista sale con tanta valentía a disparar a diestra y siniestra unas noches antes de que su plazo se cumpla. ¿Quién va a juzgar a un hombre muerto?, ¿Qué consecuencias tendrán sus actos si ya no estará aquí para afrontarlos? Sólo quien se sabe muerto, se atreve a vivir al límite. La idea de la muerte libera de la incertidumbre del futuro, la muerte libera de los planes, los temores, la premeditación, de la angustia, de la muerte en vida.
«R. pensaba todo el tiempo en la muerte… moriría a los 23 años (…) el día anterior a su cumpleaños número 23 debió ser el más emocionante de su vida».
La muerte da un motivo para seguir viviendo. No se puede morir si no se está vivo. Pensar en la muerte, le da sentido a la vida. Hay que vivir hoy, intensamente, porque la muerte está cerca. No hay problemas que duren, equivocaciones que pesen, opiniones que valgan, porque la muerte libera de todas esas molestias de la vida. De esta manera, la frívola dama se convierte en partidaria de la vida, encontrándose en ella motivos para vivir, condiciones para encontrarle gusto y satisfacción al milagro de continuar viviendo. Por ello R. ha llegado a sus veintisiete años, encontrando cada vez más razones para prolongar su existencia.
Menjívar, aunque como auténtico creador apela al albedrío del lector para opinar sobre la muerte, plasma su propia postura en estas líneas. «Anoche acabé con el mundo como lo hacen los suicidas todos los días de todos los años. Algo me diferencia de ellos; tengo la posibilidad de comenzar de nuevo (…) Los suicidas que triunfaron obtuvieron su recompensa, pero no la disfrutan». Es esta sentencia, la idea medular de Trece. Menjívar en esta obra no hace una invitación al suicidio, hace una invitación a reflexionar sobre la muerte. La reflexión sobre la muerte es la que permite que el mundo con todos sus prejuicios, sus problemas y sus desencantos termine. La muerte libera de las ataduras del «qué dirán», de la incertidumbre del futuro, de no vivir el presente. Ella abre la oportunidad de nuevos comienzos. Por ello al final de la narración, cuando la cuenta regresiva termina en el capítulo primero, aparece de manera sorpresiva un segundo capítulo, un nuevo comienzo, una nueva oportunidad, esa recompensa que los suicidas no disfrutan: la inyección de vida que proporciona la muerte. Una nueva oportunidad de vivir, pero con las valiosas lecciones que deja la muerte: vivir el presente, liberarse del peso de los complejos sociales, liberarse del lastre del pasado y de la ansiedad por el futuro: «acabar con el mundo» para que inicie la vida.