A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
-Charles Bukowski
Había llegado allí por la recomendación de un amigo. Si hubiera dependido solo de su propia iniciativa, nunca hubiera visitado un lugar como ese. Lo consideraba antiético y quizás hasta inmoral. Lo consideraba una especie de estafa o engaño y eso no iba con él; no estaba en sus planes cuando pensó convertirse en artista. Sin embargo, la aridez del terreno de las ideas lo había motivado a aceptar la sugerencia del amigo, quien unas tardes atrás en el «Café de los poetas pobres» le había dado la dirección escrita en un papel. El café no se llamaba así, por supuesto, pero ninguno de los clientes frecuentes sabía su verdadero nombre. Seguramente la tradicional cafetería había sido bautizada con un nombre que hiciera justa referencia a la elegancia con la que había sido inaugurada, de la cual ahora solo quedaban las fotografías envejecidas de la pared y una exquisita combinación de colores y de mobiliario que quizás en su época fueron refinados.
El café, que se encontraba en el centro de la ciudad, quizás pretendía emular a la sofisticada brasserie parisina Café de Flore, pero la clientela de este pequeño local estaba lejos de asemejarse a los ilustres comensales del de París.
No todos los clientes eran poetas. Algunos, como nuestro protagonista, eran narradores; y no todos eran anónimos, nuestro protagonista, por ejemplo, tenía una novela publicada: Paisajes dorados. El denominador común era la pobreza. Nuestro protagonista recibiría de vuelta, en las próximas semanas, los casi cien ejemplares de Paisajes dorados, que serían retirados definitivamente de las librerías, debido a que hacía varios meses no se vendía ninguno. Ni esperanza de colocar a la venta las dos cajas que se empolvaban en el corredor de su casa.
Fue por eso que aceptó el ofrecimiento del amigo, quien tampoco era poeta, pero que veía en cualquier sitio la oportunidad de hacer un negocio: el Café de los poetas pobres, por ejemplo, era el sitio perfecto para ofrecer sus servicios como comprador y vendedor de libros usados, fabricante de separadores artesanales, distribuidor de lápices y libretas personalizadas… y algún otro servicio menos cándido.
Cuando llegó a la dirección que indicaba el papel que le había dado su amigo, el sitio era justo como lo había imaginado. No tenía ningún aviso ni rótulo sobre la puerta que lo diferenciara del resto de las viviendas de construcción cincuentera del barrio. Un portal de borde superior cuadrado y muros laterales redondeados eran el marco para la puerta en cuyo centro había un discreto visor.
Tímidamente llamó a la puerta. Pasaron algunos segundos y nadie atendió. Estuvo tentado a marcharse, pues aún no estaba completamente convencido de que todo esto fuera una buena idea, pese a la efusividad con la que su amigo le había ponderado el lugar. Sin embargo, la amenaza de que pronto le interrumpirían el servicio eléctrico si no hacía efectivo el pago correspondiente, le dio el valor para llamar una segunda vez a la puerta, esta vez con más fuerza. Pocos segundos después, una voz desde el interior preguntó:
—¿Quién es?
—Vengo de parte de Tony —dijo nuestro personaje.
—¿Qué Tony?
No sabía el apellido de su amigo, pero estaba seguro de que allí tampoco lo conocerían por su apellido. Es más, ahora que lo pensaba, tal vez su verdadero nombre ni siquiera era Tony. Así que probó con el nombre con el que todo el mundo lo conocía:
—Tony bísnes
La puerta se abrió de inmediato.
El interior del recinto concordaba con la estética exterior. Sin embargo, nuestro protagonista no había podido imaginar cómo sería el lugar. De hecho, era precisamente su falta de imaginación la que lo había llevado hasta allí. En altas estanterías se encontraban docenas de cajas con etiquetas ordenadas en alfabéticamente. En otras, había algunas carpetas de archivo y algunos grupos de sobres atados con bandas elásticas. Encima el mostrador, un conjunto desordenado de papeles y algunas cajas abiertas evidenciaban que algún cliente recién se había marchado.
—Así que esta es la Tienda de ideas —exclamó, casi para sí mismo, pues aún paseaba la vista por la habitación que le parecía, honestamente, un poco ordinaria.
—Así, es. ¿en qué le podemos servir señor…? —dijo el dependiente esperando que el cliente le dijera su nombre.
—Callejas. Armando Callejas —respondió.
—¿En qué le puedo servir, señor Callejas? —repitió únicamente con la amabilidad justa para conservar al cliente.
—Estoy buscando una idea —dijo Armando, a quien Tony había olvidado explicarle con más detalle la naturaleza de este negocio.
El empleado, sin responder, esperó que Armando cayera en cuenta de que su afirmación había sido demasiado general y vaga para el lugar en el que se encontraban.
—Soy escritor—aclaró Armando esperando que su interlocutor no le preguntara acerca de sus obras y se viera en la penosa necesidad de mencionar títulos que reposaban en algún cajón de su ático y que ahora sonaban un poco anticuados.
—Entiendo. Sígame —respondió el empleado sin prestarle atención a la profesión de su nuevo cliente.
La casa, que por fuera se veía pequeña, resultó ser mucho más amplia de lo que Armando había imaginado. Tenía en el centro un prolongado pasillo a cuyos lados se encontraban habitaciones que hacían las veces de cuartos de archivo. Sobre las puertas se leían algunos títulos «Música», «Emprendimiento», «Cine», «Investigaciones académicas». El rótulo de la puerta en la que el empleado se detuvo e invitó a Armando a entrar decía «Literatura».
Dentro del salón había hileras de estanterías que tenían sus propios rótulos: «Poesía», «Narrativa breve», «Novela», «Novela policíaca», «Infantil», «Dramaturgia». Cualquiera hubiera podido confundir la organización de este archivo con la de una biblioteca. La diferencia era que aquí estaban las ideas que luego, materializadas en obras, estarían en las bibliotecas… Al menos eso esperaba Armando.
—¿Qué género escribe, señor Callejas? —preguntó el empleado.
Siempre había escrito novelas, pero basado en el escaso éxito que había tenido como narrador y en las numerosas opciones que se le presentaban ahora, pensó que era un buen momento para cambiar de estilo y probar algo nuevo que, quizás, pudiera resultar exitoso.
—Teatro —respondió.
Se dirigieron al pasillo donde estaba la estantería de dramaturgia.
—No tenía idea de que hubiera tantas ideas en este sitio —intentó bromear Armando.
—La mayoría de nuestros clientes no la tienen —respondió cortante el empleado.
Al llegar a la estantería, el empleado le indicó que las ideas estaban organizadas en carpetas por temas, en orden alfabético y por precio. Armando comenzó a revisar los temas y se sintió profundamente optimista ante algunos de ellos, pensando en que podrían convertirse en fabulosas obras de teatro. Iba a tomar una de las carpetas cuando el empleado lo detuvo.
—Antes de elegir su carpeta, debe llenar la papelería de compromiso de negociación —indicó el empleado.
—Pero si no he elegido la idea, cómo voy a hacer la negociación —dijo Armando entre confundido y molesto.
—Debe comprender, señor Callejas, que lo que nosotros vendemos no es cualquier mercancía. Nuestras medidas de seguridad deben ser un poco más estrictas —aclaró el empleado. —¿En qué carpeta está interesado?
Volvió a revisar las carpetas. Los precios oscilaban entre 10 y 50. Para estimar su presupuesto, preguntó:
—¿Los precios están en moneda nacional?
—No, señor Callejas —dijo el empleado, un poco conmovido por la ingenuidad del cliente —el precio indica el porcentaje de las ganancias que la obra genere, que usted deberá pagar por la idea.
El empleado le explicó que la diferencia de precios radicaba en la complejidad con la que estaban planteadas las ideas. Las de 10% eran apenas una idea general para que el escritor desarrollara la historia desde su propia creatividad, mientras que las de 50% incluían numerosos detalles, como lugar, tiempo, personajes (y sus descripciones), tema central, entre otros.
—Es lo que llamamos «historias prefabricadas» —añadió el empleado acerca de las ideas más costosas.
Después de pensar algunos instantes en la compleja explicación que había dado el empleado y de plantearse algunos escenarios posibles, Armando decidió. Llenó un formulario en el que se comprometía a utilizar únicamente la idea que había elegido, a retribuirle a la tienda el porcentaje al que se comprometía y a la discreción acerca del origen de la idea. De la misma manera, la tienda se comprometía en una cláusula de discreción, pero amenazaba con romperla, con ayuda del creador original de la idea, si el comprador incumplía con alguno de los acuerdos del contrato.
Armando se tomó algunos minutos para leer el conjunto de ideas que contenía la carpeta que había escogido y después de algunos momentos de titubeo entre algunas finalistas, eligió la idea que quedaría anotada en el contrato.
Al salir del salón, vio de reojo cómo uno de los últimos ganadores del Galardón Literario Internacional, recorría el pasillo de las ideas de poesía. Sintió una combinación de sorpresa y alivio, al saber que no era él el único que acudía a esos trucos desesperados.
***
En pocas semanas, la idea seleccionada por Armando, se convirtió en una comedia. La Tienda de ideas le había asignado a Armando un agente que se encargaría de las negociaciones editoriales, los derechos de autor y todo ese papeleo legal. Claro, no con la intención de ayudar al autor sino para velar porque el escritor cumpliera a cabalidad las cláusulas del contrato. Lo que ni el agente ni los representantes de la Tienda podían comprender era cómo Armando había logrado hacer una obra tan mala a partir de una idea tan buena. Nunca habían visto un caso de fracaso similar.
Los esfuerzos del agente fueron arduos, pero infructuosos: no hubo ninguna editorial que quisiera arriesgarse a publicar aquel (da un poco de pena decirlo) mamarracho.
El agente estaba dispuesto a renunciar cuando Tony bísnes, quien recibía comisión por las ventas de sus referidos, sugirió algo:
—Armando, tu hermano tiene un restaurante en el centro de la ciudad, ¿verdad? ¿Por qué no presentás tu obra allí?
Inicialmente, la idea no fue bien recibida por Armando, quien quería ser reconocido como escritor y no como director de teatro. No sabía si tendría el liderazgo y el carisma necesarios para ese trabajo. Además, le parecía que un restaurante no era un lugar apropiado para presentar una pieza dramática, pero parecía que esta era la única opción que le quedaba para retribuirle de alguna manera a la Tienda, que no se mostraba en la disposición de asumir pérdidas.
El hermano de Armando tampoco aceptó la idea con facilidad. Su restaurante pretendía ser un sitio elegante de Steak y convertirlo en escenario de una obra, cuya mala calidad era reconocida incluso por él, no le parecía una excelente idea de negocio. Sin embargo, sintió un poco de pena por su hermano así que le permitió anunciar cuatro presentaciones sin cobro y le prometió compartir con él el 50% de las ganancias de los productos que vendiera los días de las presentaciones.
El primer día de presentación la ganancia fue mínima. El restaurante, aunque su dueño afirmara lo contrario, no era uno de los sitios más populares de la ciudad. Así que, con apenas doce espectadores, que incluían una pareja que se marchó a media función, la obra hizo su brillante debut. El agente de la Tienda se hizo cargo de que la mitad de la escasa ganancia pasara a manos de sus representados, aunque a estos les causara entre pena y risa.
El próximo día de presentación, el avaro jefe de alguna empresucha había logrado un buen precio para la reunión de sus empleados en el restaurante, así que la obra se presentó con sala llena. Los empleados, ante la escasa porción y la pobre calidad de la cena, se ocupaban, en cambio, de reír a carcajadas con la mediocre comedia de Armando.
Por fortuna para nuestro escritor, el mal gusto es contagioso y en las siguientes presentaciones, hubo una considerable afluencia que logró convencer al hermano de abrir algunas fechas más y lo hizo arrepentirse de ofrecerle una porción tan grande de sus ganancias al escritor.
Durante varios meses las presentaciones fueron exitosas, pero el público, cual romanos sedientos de más espectáculos grotescos, pronto comenzó a demandar una nueva comedia. Armando visitó nuevamente la Tienda. Esta vez eligió una idea de 10% porque estaba convencido de que podría convertirla en una excelente obra y así no tendría que compartir una porción tan grande de sus ganancias.
Las presentaciones en el restaurante continuaron y mientras en un principio las comedias solo se exhibían una vez por semana, luego comenzaron a presentarse casi a diario.
—¿Y si hacemos un programa de televisión? —le propuso el hermano a Armando, con un golpe fraternal en el hombro y la confianza en que, si su hermano había logrado atraer clientes a su desconocido restaurante, con el poder de la televisión podrían hacer mucho más dinero.
Armando cada vez se encontraba más decepcionado, pues sabía que, aunque estaba obteniendo ganancias de este nuevo oficio de comediante (y algunas veces de actor) su verdadero sueño de ser reconocido como literato se veían cada vez más lejanos. Sin embargo, se sentía en deuda con su hermano por haberlo apoyado antes y podía sentir la presión de Tony, quien aparentemente había establecido alguna especie de sociedad con su hermano y ahora se encargaba de «hacer brillar la carrera de Armando».
El programa de televisión era pésimo de principio a fin. Los guiones, ahora basados en ideas de 10% eran terribles, los personajes eran patéticos y para empeorar la situación, el hermano había decidido que pagarles a los actores era una pérdida innecesaria de dinero, así que él y Armando protagonizaban el show cómico. ¡Era penoso! Pero para fortuna de nuestros personajes y detrimento de la sociedad, la televisión tiene un alcance masivo y los gustos de los telespectadores son inmensamente variados. Así que, contra cualquier pronóstico, aquel que deseó alguna vez convertirse en el Miller o el García Lorca de su país, se había convertido en una estrella de comedia.
El éxito del programa crecía. La Tienda continuaba proveyendo ideas que en manos de Armando sufrían el proceso inverso a aquello que ocurría con el rey Midas. Las ganancias eran administradas por el hermano, Tony y el agente. Armando pasó de ser un escritor mediocre a un comediante empleado. Pero eso estaba por cambiar.
***
Los personajes representados por Armando en su show habían despertado simpatía en los televidentes, cuyo número continuaba sorprendentemente en ascenso. Así que el hermano, Tony y el agente (que ahora no tenía claro si respondía a los intereses del hermano o de la Tienda) pensaron que era hora de pensar en grande: en pocos meses se anunciaba la primera película protagonizada por Tito, uno de los personajes más famosos de Armando.
A cualquiera le hubiera encantado la idea de ser un famoso actor de cine y televisión, el mismo Tony estaba celoso de la fama de su amigo, producto de su propio trabajo y el de sus dos socios; pero Armando estaba lejos de estar satisfecho con el nuevo rumbo que había tomado su carrera artística. Sentía que había defraudado a su vocación. Desde que había comenzado a participar en el programa de televisión, había dejado de frecuentar el Café de los poetas pobres, pues los literatos comprometidos con sus letras despreciaban su traición, acusándolo de haberse vendido a cambio de algunas monedas.
Se sentía solo, fracasado, fuera de lugar; pero, como en la famosa paradoja del payaso, debía mostrar una sonrisa para hacer reír. Había ganado experiencia en eso de fingir, por lo que pronto sería reclutado por un grupo que apreciaba en extremo esta virtud y su carrera pronto daría otro giro… quizás tampoco el que él esperaba.
***
Se encontraban en la presentación de su tercera película, que ahora se filmaba bajo el sello que su hermano había fundado, cuando se acercaron a él unos sujetos canosos con elegantes trajes y voces graves.
—Señor Callejas, quisiéramos conversar un momento con usted —dijo el más viejo. Y lo condujeron amablemente a una sala retirada del bullicio de los asistentes al estreno del filme.
***
—No señores, a mí de verdad no me interesa la política — respondió Armando luego de escuchar la propuesta de los hombres canosos. —Yo lo que quiero es ser escritor. Suficiente tengo con estar metido en este embrollo de la comedia, como para complicar más mi existencia con cuestiones que no entiendo ni quiero entender.
—Usted no ha comprendido nuestro ofrecimiento, estimado señor Callejas. Nosotros no queremos que usted sea político ni que haga política ni que entienda de política. Nosotros queremos un rostro nuevo, fresco y simpático; de la política nos ocupamos nosotros —dijo el más joven (quien pese a ello también era canoso).
—Perdónenme, pero creo que, en efecto, no lo comprendo —dijo Armando.
—Sabemos que no lo comprende, estimado Armando —dijo el más viejo, quien por su mayor edad se sentía en el derecho de tratar al comediante por su nombre —de hecho, es mejor así.
—Vea —dijo el otro hombre canoso —la oferta es esta: usted se compromete a ser nuestro rostro en las siguientes elecciones, pues la gente simpatiza con usted y lo verán como alguien distinto a la política de la vieja guardia. Nosotros nos ocupamos de las decisiones, las estrategias e incluso de escribir sus discursos.
En ese momento, Armando interrumpió:
—Esperen, si se trata de escribir, me gustaría escribir mis propios discursos.
Los hombres canosos se vieron entre sí, pues sabían de la pésima calidad del escritor, pero en aras de su intención persuasiva accedieron a esta petición.
—Considérelo como una oportunidad de alcanzar sus sueños, Armando —dijo el más viejo —tendrá que asistir a una que otra reunión y pronunciar uno que otro discurso, pero le aseguro que tendrá el tiempo y el dinero que necesite para convertirse en el escritor que desea ser.
***
Desde hace algunos años, Armando es presidente de su país, su hermano es un asesor de la Secretaría de Asuntos Especiales de Gobierno y Tony, quien resultó no llamarse así, se convirtió en diputado.
La Tienda finalizó su relación comercial con el señor Callejas y borró todos los registros que pudieran relacionar el establecimiento con él.
Pese a sus elevados ingresos y al exceso de tiempo libre, Armando no ha logrado convertirse en el escritor que deseaba ser.